Todo está oscuro, frío, apenas se ven algunos reflejos de la luz del sol que atraviesan los cientos de metros que me separan de la superficie del mar.
Al principio yo vivía en la superficie donde las algas flotaban sobre el mar, donde podía ver las olas desde el interior y jugar en ellas con los delfines, veía las ballenas pasar por debajo de mí, impresionantes, majestuosas con sus grandes colas batiendo el agua haciendo de motor. He visto cómo el tiburón blanco se sumergía en un banco de sardinas devorando a todas las que caían en sus mandíbulas dejando un rastro de sangre que teñía de rojo el azul del mar.
Noches en las que la luz de la luna llena cubría toda la superficie donde se podían distinguir miles de medusas luminosas formando caprichosas figuras, mecidas por la brisa y destruidas por los saltos infructuosos de las orcas que pretendían alcanzar la luna.
Todo era maravilloso; luz, color, ¡vida!. Pero había algo que me atraía y me impresionaba: el fondo. Misterioso, oscuro, donde desaparecían los grandes peces para luego volver a emerger. Cada vez que podía me dejaba caer suavemente escudriñando esa oscuridad que lo envolvía todo, donde los rayos del sol se perdían gradualmente sin iluminar nada del fondo.
Sin pensarlo, un día bajé, decidido a descubrir lo que había más allá de esa frontera difuminada entre la luz y la oscuridad. Hacía frío, había silencio y todo estaba negro. Al poco tiempo y una vez habituado a esta oscuridad, fui viendo algunas sombras en el fondo, piedras y cascajos donde nada se movía. Me pareció un lugar misterioso, pero a la vez confortable, una vez mi cuerpo se acostumbró a las bajas temperaturas. No sentía miedo ni temor a que algún depredador acabara conmigo, me sentía seguro.
Ahora, todo está oscuro, frío, apenas se ven algunos reflejos de la luz del sol que atraviesan los cientos de metros que me separan de la superficie del mar. Llevo aquí mucho tiempo, tanto que solo tengo breves recuerdos de la luz, intento subir algunas veces pero la seguridad que tengo aquí abajo hace que quiera regresar a mi cueva, a mi escondrijo.
En uno de estos intentos por subir, a lo lejos, puede ver la silueta de un pez extraño, me pareció una sirena, pero sé que no existen, son viejas leyendas de los marinos. Me quedé quieto observando a ver si volvía a pasar y despejar mis dudas, llevaba tanto tiempo solo que cualquier detalle, cualquier reflejo, despertaba en mí atención y curiosidad.
¡Ahí estaba otra vez!, esta vez sí pude distinguir su silueta, su cuerpo perfecto: de cintura para arriba se distinguían sus senos, cintura estrecha, cabello largo y brazos delicados. Su cola de pez con las curvas sinuosas como si de una bella mujer se tratara, reflejaba la luz y la repartía en maravillosos rayos de colores. Pude acercarme lo suficiente como para que me viera. No me lo pensé dos veces y le tendí mi mano abierta, ofreciéndosela en un grito silencioso para que me la cogiera y me sacara de allí, me devolviera a la superficie.
Se acercó, era preciosa, lentamente tomó mi mano con dulzura, me sonrió y suavemente fue ascendiendo. Sentía como un cosquilleo recorría mi cuerpo ante la nueva perspectiva que se abría delante de mí, volvería a ver la luz, la luna, los peces. Miré hacia atrás, hacia esa oscuridad que tanto tiempo había sido mi morada, no sentí nada, rápidamente giré la cabeza y me dejé llevar, cerré los ojos y me emocioné.
Cuando los abrí y me vi junto a este ser tan perfecto, dulce y que desprendía tanta felicidad, supe que mi mundo estaba allí, junto a ella y rodeado de mar, olas, brisas y reflejos que daban luz, color y sentido a mi vida.